En los albores del cristianismo, sus primeras comunidades estaban inmersas en la tradición judía  -pues judíos fueron los primeros cristianos- al compartir lengua, formas litúrgicas (bautismo, fracción del pan) e incluso musicales (recitados de la Torah, posibles predecesores del canto cristiano occidental). Su rápida difusión en el Oriente Mediterráneo supuso el distanciamiento del judaísmo y el encuentro con la lengua griega, forma de expresión en la predicación de la doctrina hasta que en el S.IV, por su implantación en Occidente, adoptan el latín de forma definitiva; circunstancia  a la que se suma de manera providencial la promulgación de libertad de culto  mediante el Edicto de Milán del año 313, punto de partida para que aquellas primitivas comunidades buscaran edificios apropiados donde celebrar el culto, generando con ello numerosas conversiones que necesitaban de un ritual progresivamente más estructurado.

Estas necesidades son las que, en su recorrido de Oriente a Occidente, fijan determinadas liturgias diferenciadas entre sí, cuyas peculiaridades ya en el s. V han permitido establecer dos grupos en las familias litúrgicas orientales: grupo Antioqueno o Sirio y grupo Alejandrino, subdivididos a su vez en varios ritos. En el año 1.054 se produce la escisión entre la Iglesia Ortodoxa Oriental y la Iglesia Católica Romana Occidental con sus secuelas religiosas, políticas, artísticas y culturales. En el occidente europeo y norteafricano, a la par que en Oriente, se configuraron formas litúrgicas propias que contribuyen a nuestro conocimiento del canto gregoriano: la península italiana muestra diversas liturgias ligadas a ciudades, centros de poder, como Milán, Roma y Benevento, creando sus propios repertorios; y algo similar acontece en la Galia; en Hispania el antiguo canto –ss. VI, VII- se truncó por la invasión musulmana y la presión del rito romano-franco, sobreviviendo en Toledo tras la conquista cristiana –año 1.085- con la denominación de canto mozárabe.

En el s. VI el Papa Gregorio I emprende una tarea exigida por los tiempos: codificación de los ritos y sus formas, de la ordenación de las lecturas y de sus actores. En esa labor codificadora podría incardinarse el impulso que este Papa dio a sus instituciones entre las que estaría, ¡cómo no!, la referente a la ordenación de cantos y sus intérpretes –schola-. Aunque su papel mitificado en la historia de la música esté en almoneda… a él se debe la denominación de Canto Gregoriano, si bien este término aparece mucho más tarde: años 847-855 “…Gregoriana Carmina”, años 872-875 “…misal, llamado Gregoriano”.

Aquellos primigenios y distintos ritos fueron los predecesores del canto original gregoriano. El encuentro desde el s. VIII de la dinastía carolingia y el papado para mutuamente colaborar en sus pretensiones político-religiosas facilitó la introducción en Francia del rito romano antiguo, propio de Roma; y, a pesar de las reticencias del repertorio galo ante la intromisión del romano, a finales del siglo antedicho se constatan evidencias de un nuevo repertorio que a principios ya del s.IX se denomina gregoriano: aparecen piezas ordenadas por modos y copias de piezas que han de cantarse en la nueva liturgia romano-franca destinadas a la Misa y al Oficio. El octoechos facilita el aprendizaje y ejecución de las melodías y el nacimiento de una teoría musical; a lo que también contribuye la aparición de los primeros neumas latinos (post. 820/848). Con el paso de los años se enriquece el repertorio: el de la misa ya está estabilizado, aparecen melodías de Alleluia que en días festivos desarrollan grandes melismas hasta configurar las secuencias, a los cantos del ordinario  de la Misa se aplican tropos para dar solemnidad; y con esta finalidad aparecen nuevas formas, como los dramas; a medida que se canonizan nuevos santos se aumentan los cantos para el santoral.

A partir del s. XI  el repertorio gregoriano está totalmente desarrollado. Los manuscritos pertenecían entonces a dos familias gráficas: la aquitana, de puntos superpuestos y casi diastemática; y la neumática, combinación de acentos y otros signos sin preocupación por los intervalos. En 1.050 Guido d’Arezzo dota a la música de líneas y claves, legando a la posteridad un tratado teórico-práctico. En años sucesivos irrumpen nuevas formas musicales y nuevos estilos de interpretación: tropos que imprimen nuevos ritmos a los melismas, paulatinamente abandonados, aparición de músicas acompasadas, interrupción de la transmisión oral…; circunstancias junto a otras que abonaron una manera de cantar distinta, en la que el nombre de cantus planus refleja mejor que nada la realidad de su interpretación: se entra a saco en neumas y melismas, las notas se suceden sin tipo alguno de articulación, sin vida –música plana, llana-. La simplicidad es tal que en el s. XII monjes cistercienses, en su empeño por las reformas, acuden a Metz y a Saint Gall a escuchar las auténticas melodías con su genuina interpretación. Órdenes monásticas como Cistercienses, Cartujos, Dominicos y Premonstratenses acometen reformas diferenciadas en función de sus reglas monásticas, tan diversas que se plantea una unificación en el Concilio de Trento –1.536, 1.563- que afectó sobre todo a la adecuación de los textos a la liturgia y no a la cuestión melódica; fruto de esa labor unificadora aparecen progresivamente publicaciones con la finalidad de revisar y corregir las melodías del canto para su edición, que, tras sucesivos avatares, es conocida como Editio Medicaea (imprenta de los Medici en Roma, 1.614).

En tal estado de cosas, ya en el S.XIX un sacerdote, Prosper Guéranger  (1.805-1.875), en su empeño por  devolver al canto eclesiástico su pureza original, funda la Abadía de Solesmes, centro de referencia obligada en la restauración del canto gregoriano. Dom Guéranger encarga al monje Paul Jausions el estudio a fondo del problema a que ha llegado el Gregoriano; y de esa manera se inician trabajos destinados a la preparación de libros de canto para su congregación, tarea en la que destaca, por su conocimiento de los manuscritos y de sus neumas, Dom Joseph Pothier (1.880, “Les mélodies grégoriennes d’aprés la tradition”, y otros libros), a cuya tarea se agrega el joven monje André Mocquereau (+ 1.934), iniciando ambos la publicación de facsímiles que con el título de “Paléographie Musical” mostrara al mundo científico el trabajo de los monjes. Se editan numerosos libros de canto, entre los que cabe destacar por su uso diario y práctico hasta nuestros días el  Liber Usualis, 1.903. Los trabajos de Solesmes se ven recompensados con la recomendación del Papa Pio X –1.903, 1.914- sobre la validez de los mismos y el encargo de la redacción de lo concerniente al canto. Continuaron las investigaciones en la línea de interpretación y edición –Joseph Gajard-, y modalidad –Jean Claire, Jean Jeanneteau-, a la vez que se amplía el estudio de los neumas de la mano de Eugène Cardine +1.988, creador de AISCGre (Associazione Internazionale Studio di Canto Gregoriano) y promotor de la importancia del conocimiento de los neumas  para la interpretación del canto, cuya labor continúan alumnos suyos como N. Albarosa, J. B. Göschl, H. González Barrionuevo, Dom Daniel Saulnier…

El Concilio Vaticano II , 1.962-1.965, encarga a Solesmes la provisión de libros aún no publicados y la revisión, en ediciones más críticas, de los ya aparecidos; el canto gregoriano será “ el canto propio de la Iglesia Romana”, pero deja la puerta abierta a otros tipo de cantos para una mayor participación de los fieles. El empuje de estos últimos ha sido tal que hoy la interpretación del repertorio gregoriano ha quedado relegada, amén del canto del Oficio entre los muros monacales/conventuales –y no siempre en lengua latina-, a grupos corales profesionales laicos, especializados en la monodia gregoriana, y a coros aficionados que con más tesón que medios recogen y proclaman los ecos de las melodías más hermosas y antiguas que aún aletean en nuestras Iglesias.

La transmisión del canto en los primeros siglos del cristianismo se realizaba oralmente, de manera que hay que esperar hasta finales del s. VIII para dar por concluida la composición de los diversos repertorios litúrgicos, sin que conservemos de ellos notación musical alguna  antes del s. IX. No conocemos los inicios de la escritura musical pero sí que a principios del s. X aparecen manuscritos notados con neumas tan evolucionados que hacen pensar en precedentes originales perdidos. Las primeras escrituras neumáticas aparecen in campo aperto, sin pauta musical y superpuestas al texto, que no precisaba los intervalos sino los movimientos melódicos y las precisiones rítmicas. En distintas regiones de Europa aparecen varias escuelas de diseños de neumas, empleando cada una de ellas un sistema semejante para indicar los movimientos melódicos: los manuscritos más antiguos, en forma de códices, que contienen los cantos de la Misa son: Saint Gall, Chartres y Laon. De esta primera generación de escrituras dos grafías han atraído a los investigadores: notaciones sangalense (S. Gall) y lorena/mesina  (Laon) por su  gran riqueza de signos.

No es de extrañar que muchos teóricos ya entonces se preocuparan de subsanar la carencia de la grafía “in campo aperto” en la reproducción precisa de los intervalos. Preocupación que culmina en el trabajo de Guido D’Arezzo cuando, 1.025-1.030, presentó al Papa Juan XIX su proyecto de notación, que permite un notable ahorro de tiempo en el aprendizaje de las melodías sin antes haberlas oído. La notación diastemática creada por Guido se difundió rápidamente por Europa. Y a finales del s. XII en París y su entorno se desarrolla una notación distinta, de formas cuadradas, que alcanza una gran difusión a partir del XIII por su utilización en los manuscritos polifónicos… y que sirve de inspiración a los monjes de Solesmes y a la Comisión encargada de la redacción oficial del Graduale de 1.908 en su notación Vaticana.

La invención de la imprenta supuso la impresión, en sustitución del códice, de libros litúrgicos, cuyas melodías fácilmente llegaban a todos los centros eclesiásticos: en 1.473 vio la luz el primer libro de canto impreso, un gradual. Se multiplican en siglos siguientes las ediciones, si bien la variedad de tipos notacionales impresos era tal que dichas ediciones sólo tenían en común el uso de la notación cuadrada… hasta la reforma solesmense del XIX que toma los signos de los manuscritos parisinos del s. XIII (cuadrados) y se basa, al igual que la notación vaticana, en los antiguos sistemas de pautado y claves. Desde el C.Vaticano II los monjes de Solesmes continúan su labor investigadora plasmada en frecuentes y cuidadas ediciones: Graduale Triplex año 1.979, Liber Hymnarius 1.983, Ofertoriale Triplex 1.985 Antiphonale Romanum 2.009, Graduale Novum 2011 …

El canto gregoriano, como unión de música y palabra, está íntimamente ligado a la liturgia de la Iglesia, aportando en determinadas ceremonias solemnidad. Y la liturgia se manifiesta en dos líneas: la Misa (solemnidades, domingos, fiestas, memoriales, días feriales) y el Oficio.

En la Misa se suceden cantos que de forma invariable se repiten en todas sus celebraciones –Kyrie, Gloria, Credo, Sanctus, Agnus- (Ordinario de la Misa), y otros que obedecen a pautas heredadas de la antigüedad –Introito, Gradual, Alleluia, Tracto, Ofertorio, Comunión- (Propio de la Misa).

Los cantos del Oficio Divino se nos han transmitido de una forma ordenada ya por S.Benito, s. VI, conformando un modelo seguido hasta hoy tanto en el Oficio Catedralicio (casi perdido) como en el Monástico , cuyos monjes practican sus oraciones en las Horas a lo largo del día: Maitines, Laudes, Prima, Tertia, Sexta, Nona, Vísperas y Completas; en todas ellas el canto de la Salmodia con Antífona destaca sobre otros cantos como himnos, responsorios, versículos y cánticos.

Autor: JUAN TORRES DURÁN.
Fuente: JUAN CARLOS ASENSIO, “EL canto gregoriano”, Alianza Editorial, 2.003